Los conceptos de «nación» y de «patria»
Encontramos en el Papa León XIII expresiones concretas que señalan con precisión el íntimo lazo de unión entre los conceptos de «nación» y de «patria», así como la relación esencial existente entre Iglesia y Cristianismo con «lo nacional» y «lo patriótico». Expresaba el Papa que «la razón demuestra y la historia confirma este hecho: la libertad, la prosperidad y la grandeza de una nación están en razón directa de la moral de sus hombres». Así, León XIII subrayaba un principio básico, constantemente sostenido por el Magisterio, que la nación, como realidad compleja, está condicionada en su esencia, por el rol específico y primordial que corresponde a las realidades del espíritu humano.
Y en la Encíclica Sapientiae Christianae, luego de afirmar que «el patriotismo pertenece a los deberes del orden natural», enfatizaba que: «...la ley natural nos impone la obligación de amar especialmente y defender el país en que hemos nacido y en que hemos sido criados, hasta el punto de que todo buen ciudadano debe estar dispuesto a arrostrar incluso la misma muerte por su patria [...]. Hemos de amar a la patria que nos ha dado la vida temporal».
Este común denominador esencial de la «nación» y la «patria», está dado, pues, por una objetividad natural y por una objetividad ética, es decir, por el orden natural y la moral. Y ambas objetividades adquieren en el cristianismo la plenitud de su significado. Y lo adquieren hasta tal punto, que San Pío X pudo decir que «si el catolicismo fuera enemigo de la patria, no sería una religión divina» . Y esto es así desde el mismo origen del cristianismo. Son varios los pasajes del Evangelio donde se patentiza el sentir patriótico de Jesucristo, que «se sometió voluntariamente a las leyes de su nación y quiso llevar la vida propia de un artesano de su tiempo y de su país» ; este Jesús, Divino Maestro que «en persona dio ejemplo de esta manera de obrar, amando con especial amor a su tierra y su patria, y llorando tristemente a causa de la inminente ruina de la Ciudad Santa» ; este Jesús que amó a su patria hasta el aparente extremo de preocuparse en su Pasión por los males que de ahí se seguirían para su pueblo (Lc. 23, 27-31). Y en esta actitud de Jesús, se explica lo que nos decía Juan XXIII: «seréis más de vuestro país a medida que seáis más cristianos» .
«Nación» y «patria» son, pues, conceptos esenciales, en el más pleno sentido de lo humano. Se integran en el hecho de comprender ambos lo íntimo espiritual del hombre. Se diferencian en otros aspectos, pero lo espiritual los aúna en lo esencial. La «nación» se presenta como «una comunidad étnica de hombres unidos por vínculos de sangre, de territorio, de cultura, de lengua, en posesión de un vínculo específico de solidaridad interno, frente a otros grupos humanos» . La «patria» se expresa como el territorio en el que habita una comunidad de hombres con un acervo espiritual y cultural común, hermanados en la sangre de sus antepasados que contribuyeron a formarla. Significa, pues, una común descendencia de los mismos padres y antepasados, unida a un territorio que vienen heredado de los mayores; es, pues, la herencia recibida de los antepasados. En ese elemento unitivo de «solidaridad interna» y en ese «acervo espiritual y cultural común», es donde «nación» y «patria» encuentran su entronque natural con «lo cristiano».
El amor a la patria es también el cumplimiento del cuarto mandamiento, pues la piedad, en el sentido que venimos diciendo incluye -como nos enseña Santo Tomás de Aquino (S. T. a II-II, q. 101, a. 3, ad. 1)- honrar a los padres, a los antepasados, a la patria...». De este modo, el amor a nuestra «patria» y a nuestra «nación», se convierte en una exigencia natural y en una exigencia cristiana. Por eso, en esta misma ocasión, Juan Pablo II exclamaba exhortándonos a nosotros, los argentinos: «¡Creced en Cristo! ¡Amad a vuestra patria! ¡Cumplid con vuestros deberes profesionales, familiares y de ciudadanos con competencia y movidos por vuestra condición de hijos adoptivos de Dios! Ese es el programa».
Vemos así que «nación», «patria» y «cristianismo» se auto exigen ontológicamente. Es el ser del hombre concreto, plenificado por la Encarnación de Cristo, quien es esencial «portador» de «lo nacional», de «lo patriótico» y de «lo cristiano». Y así, «nación» y «patria» involucran un todo antropológico teórico y práctico, una «plenitud del ser»; es decir, que «nación» y «patria» no significan un conjunto de sentimientos vagos y meramente externos, sino una obligación del ser humano con su propio ser esencial y, consecuentemente, una obligación de obrar de acuerdo a esa esencialidad metafísica. Y como tal, implica, en consecuencia, un sentido «sagrado», «sacral», «cultual». Porque los conceptos de «nación» y de «patria» alcanzan su perfección en el cristianismo, puesto que se subordinan a un ordenamiento preexistente, ya que al vincularse con el principio metafísico del ser, adquieren el carácter de virtud superior (el patriotismo), que sigue inmediatamente a la religión. Y es una virtud cuyos fundamentos, además de ser naturales, como ya vimos -puesto «que derivan de una relación de nacimiento y filiación común a todos los hombres en todos los tiempos históricos» -; esos fundamentos son también «sagrados».
En Santo Tomás de Aquino, encontramos claramente señalado este sentido «esencial» y «cultual». Nos dice el Aquinate: «El hombre por constitución es deudor, por varias razones, a otras personas, según los distintos grados de perfección que estas posean y los diferentes beneficios que de ellas ha recibido. Según este doble punto de vista, Dios ocupa por completo el primer lugar, puesto que él es absolutamente perfecto y que, respecto de nosotros, es supremo principio de ser y de gobierno, pero secundariamente, conviene este título nuestros a padres y a nuestra patria, de los cuales hemos recibido educación y vida. Y, por consiguiente, después de serlo de Dios, el hombre es deudor sobre todo a sus padres y a su patria [...]. Por consiguiente, así como corresponde a la religión dar culto a Dios, asimismo, en un grado inferior, corresponde a la piedad rendir culto a los padres y a la patria. Además, el culto a los padres se extiende a aquellos de la misma sangre, es decir, que tienen los mismos padres. Por su parte, el culto de la patria se extiende a los compatriotas y a los aliados. Luego, es a aquellos a quienes principalmente se dirige la piedad...» Y agrega Santo Tomás que «las relaciones de consanguinidad y de nacionalidad atañen de forma más inmediata a los principios de nuestro ser que las de amistad; por consiguiente, la piedad se refiere a ellas más específicamente» .
Vemos así que la tradición cristiana sitúa a la «patria», a la «nación», en el plano metafísico del ser y el plano moral de la virtud del «patriotismo». Pero el hombre moderno y contemporáneo ha pretendido abandonar la metafísica y la moral y, por ende, lo cristiano. Así, se hace patente la dificultad para el hombre común de este siglo XXI, habitante de un mundo que prácticamente ha olvidado a Dios y consecuentemente, a toda normatividad objetiva, asumiendo una actitud «autocreativa» y «autocreadora» de todo (en el más radical e inhumano inmanentismo); es un hombre que determina él qué es «el bien» y qué es «el mal»; a este hombre se le hace difícil, decíamos, definir acabadamente las ideas de «patria» y de «nación» y, consecuentemente, sentir hacia ellas un auténtico amor. Al olvidarse de Dios, pierde el contacto real con sus propias realidades más íntimamente constitutivas de su ser. Y sin el reconocimiento de su radical vinculación a Dios (principio primero), se incapacita para comprender el orden natural y jerárquico de sus otros principios. «Se aleja de lo verdadero, para recluirse en sí mismo; su soberbia le indica que no le debe nada a nadie, todo lo que “es” lo es por mérito propio, y no existe nada más importante que él» . Esa «desencialización» del hombre moderno y contemporáneo, del hombre de hoy, esa aversión al ser y a lo trascendente, con la consiguiente incapacidad para comprender el orden natural y jerárquico de sus principios esenciales; esa pérdida de contacto real en sus propias realidades más íntimamente constitutivas de su ser, se explica precisamente por la irrupción de las ideologías.
"FELIZ 18"
tomado de un artículo de : www.hermandaddelvalle.org
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