El Hijo de Dios
Navidad se acerca y ya llena nuestras almas de alegría, admiración y acciones de gracias. Sólo hay que reflexionar un minuto sobre esto. Les propongo releer juntos esa epístola admirable de la vigilia que no es otra sino la sublime carta de San Pablo a los romanos (1, 1-7) y en particular los versículos 3 y 4 donde el misterio del Cristo Jesús resplandece en toda su fuerza en tres fórmulas del Apóstol de genio ¡Qué potencia, mis amigos!
“El Evangelio que Dios había prometido anteriormente por sus profetas en las Santas Escrituras, acerca de su Hijo Jesucristo, Nuestro Señor nacido, según la carne, del linaje de David, declarado milagrosamente Hijo de Dios, según el espíritu de santificación, por su resurrección de entre los muertos! »
El Evangelio, es Jesús por sí solo. Esta buena noticia por la cual San Pablo fue puesto aparte (espléndido “segregatus” de la vulgata) por Dios mismo y que hace todo el orgullo del heraldo, concierne a su Hijo. Se refiere a este Hijo. Ocasión de recordar a los pesimistas de toda clase que el Evangelio es una buena noticia, la mejor que sea o que hasta se pueda imaginar: afecta al Hijo, le concierne exclusivamente. Es El, esta noticia. Los mismos acentos en San Juan, por supuesto: “Dios amó tanto al mundo que le dio su Hijo único”, su “Monogeno”.
Este Hijo de Dios se convirtió en hijo de David, en lo que respecta a la carne. “Factus” de la Vulgata y, mejor aún “genoménou” del griego que indica bien la llegada a una nueva existencia, según la carne de David y, por ahí, una preexistencia de este Hijo como el de Dios. Salido de Dios, en sí mismo, este Hijo es salido de David por la carne. Del linaje de Dios, pasa a ser del linaje de David. De la simiente de Dios, pasa a ser de la simiente de David.
Pero la discreción de Navidad, a pesar de la munificencia angélica de este día bendito, desconocida de los romanos del año 56, exige una declaración, una manifestación, un certificado de Este hijo como Hijo. Del hijo de David como Hijo de Dios. Se sabe que San Pablo va derecho al objetivo, en todas las cosas. Es la resurrección del Señor que establece sin contestación posible la filiación primera y eterna. Este hijo de David, conocido por todos como tal, es declarado, establecido, demostrado (Oristétos) Hijo de Dios desde su resurrección de entre los muertos, debido a la potencia de esta recuperación. Que no se busque en este texto algún sabor nauseabundo de una conquista de la divinidad por Jesús. Toda la obra de San Pablo grita lo contrario. Es sin duda la causa de la (mala) traducción de San Jerónimo con su “predestinatus” que ciertamente, traduce muy mal el griego. Pero comienzo siempre riendo cuando un autor me dice que San Jerónimo hizo un barbarismo (- ¡4, cuando estaba en la escuela!) en su versión. Si este traductor de genio, que tenía acceso a cincuenta versiones que ya no tenemos más y teiendo todas las lenguas que conciernen en la punta de los dedos, tradujo “Oristétos” por “Predestinatus”, hay que preguntarse por qué; antes que ponerle una mala nota, lo que hacen demasiados autores. Quién no ve, reflexionando, que Jerónimo, precisamente, quiso evitar el riesgo de dejar creer que esta declaración como Hijo podría ser una constitución. De ahí este “predestinatus”, bastante raro en efecto, pero que indica claramente la anterioridad del hecho sobre su conocimiento. Añadiendo ahí este sabor, particular a su texto, del diseño de Dios que esperó hasta-allí para hacer resplandecer la gloria de Este Hijo humillado.
San Pablo no conoce (y por causa) y no quiere conocer sino sólo a Jesús ahora, en su gloria. Llega incluso hasta regañar a los que se elogian de haberlo conocido en la carne, puesto que ahora: ¡no es más así! (2 Cor. 5, 16)
“si antes conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos de ese modo”. Queda claro para San Pablo que el Cristo que proclama
urbi et orbi es el Cristo glorioso, en la potencia soberana que le confiere para siempre el triunfo de la cruz por la
gloria de su resurrección. Aquel del camino de Damasco que eclipsa por su esplendor al sol del mediodía en su cenit. El extraordinario conocimiento del misterio de la cruz del teólogo Pablo viene de este contraste entre la gloria de Jesucristo, que conoce por haberla visto, y la ignominia intrínseca del suplicio romano. El Cristo de San Pablo no es obviamente el de la Fe (¡San Pablo modernista!) sino más bien el Cristo histórico; ¡pero la potencia de su Fe y su penetración del misterio incluidos en la historia de Cristo su gloriosa permanencia actual y eterna! En el camino de Damasco (y quizá también en Arabia…) el Cristo de gloria forma parte de la historia y se encuentra implicado en nuestras vidas mucho más que si aún estuviera en la tierra.
“Cristo en vosotros, Esperanza de la gloria”. Es toda la bonita controversia delante de Festo (Ac. 25, 19):
“con respecto a un cierto Jesús que se murió y que Pablo afirma estar vivo”. Permanece el inciso asombroso que justifica y explica el acto de la resurrección:
“según el espíritu de santidad”. Si esta observación cualificaba la simiente davídica de Jesús, se pondría una E mayúscula al espíritu y se tendría simplemente una paráfrasis paulina de San Gabriel.
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti… ”. Pero no: es el hecho de la resurrección y no la kénosis de la encarnación lo que San Pablo justifica de este modo. Más precisamente, es la potencia (dunamis) de la resurrección que se deriva de y manifiesta este espíritu de santidad. La santidad entre los judíos consiste sobre todo en una separación, una puesta aparte, y en consecuencia una consagración. En este sentido sólo Dios es santo,
“el Santo” de Israel,
solus sanctus. La trascendencia de Dios es tal que es siempre único, “el uno”. Siendo lo más asombroso que se pueda comunicar, lo que para hacerlo admitir a estos judíos, serán necesarios siglos. Se comprende mejor el pensamiento del Apóstol: la potencia de la autoresurrección del Señor es tal que manifiesta de por sí este espíritu aparte de todos los otros: el espíritu divino del Dios único. La conclusión dice toda la Fe del Apóstol:
“Jesucristo Nuestro Señor” o mejor aún: “Jesús, el Cristo, Señor (también) de nosotros”. Pues toda nuestra Esperanza consiste en proclamar que este Cristo de Dios, manifestado totalmente aparte por la potencia de su resurrección, es también completamente nuestro por su simiente davídica y su presencia en nosotros. En dos líneas, donde él imbrica la natividad y la resurrección, San Pablo manifiesta toda la Fe y la Esperanza cristianas.
¡Muy felices Pascuas!
Padre Philppe Laguérie IBP
No hay comentarios:
Publicar un comentario